De retorno a los entuertos organizativos, me reencuentro con el esperpento normativo de las corporaciones. Será que estoy sensible al tema, pero no puedo obviar el clamor que surge de allá donde hay queja, problema o desgracia; se trata de una especie de versión actualizada del ¡Vivan las cadenas! que exige no tanto un poder absoluto como algo más sutil y menos objetable: una normativa absoluta que deje claro quién es quien, qué se debe o no se debe hacer y, sobre todo, cómo se debe hacer todo, absolutamente todo.
Supongo que no es políticamente correcto traer a ejemplo una desgracia como el reciente accidente de Barajas, pero estoy saturado de escuchar en toda tertulia radiofónica sobre el tema y en boca de cualquier experto o ciudadano exasperado la petición de que, a la luz del evidente posible fallo de vete a saber quién, causa probable del desastre, se cree nueva normativa para impedir que se repita. Y es lugar común pedir más normas que nos envuelvan en reglamentos protectores y seguros.
Estoy convencido de que cuando se descubra la causa (si se descubre la causa) nos encontraremos, de nuevo, con un fallo de la inteligencia o de la voluntad, nada que una norma pudiese impedir. Aunque, eso sí, la normativa permite culpar y castigar según lo establecido y sin matices innecesarios, incómodos y complejos. Y se añadirá una nueva norma(tiva) que limite un poco más el uso del criterio y la toma de decisiones, y el sistema será un poco más imbécil de lo que es.
En la administración, casa y cuna de la normativa y el reglamento, se suceden los escándalos, mentiras y faltas facilitados por toda una estructura de control que hace aguas por incontables agujeros. Hay toda una ingeniería (en el sentido de ingenio) dedicada a saltarse esos controles paralizantes.
En las organizaciones, los convenios se detallan hasta el absurdo y los catálogos de puestos de trabajo tardan en elaborarse ¡años! y cada vez son menos flexibles y más detallados y rígidos, hasta que deja de haber diferencia entre el puesto y la persona que lo ocupa en el momento de hacer el catálogo. Cuando está listo ya no es más que un obstáculo para el cambio y la adaptación, personal y corporativa. Por no hablar de las normativas para todo, para las vacaciones, para la seguridad, para el desayuno; todas incumplidas, todas imposibles.
Nunca nadie aboga por la responsabilidad de cada uno de comportarse según unos principios generales ni por la necesidad de, simplemente, pensar y decidir y consultar cuando se presenta un problema, algo inesperado, que es en lo que consiste, en definitiva, la vida, laboral o no.
Porque la diferencia entre unos principios o valores y una norma es que los primeros no pretenden sustituir tu inteligencia por un procedimiento; al contrario, son un invitación a la adaptación, a la adecuación y a la decisión meditada para ajustarse, en lo posible, a esos valores; como puedas, como debas. En cambio, las normativas impiden cualquier desarrollo razonable de casi toda tarea. El ingenio que aún no ha sido parcelado por el reglamento se dedica, en buena parte, a conseguir saltarse la normativa. Hasta las leyes requieren de interpretación; pero no las normas que pretenden controlarlo todo y no dejar nada parea que la mente cumpla su función.
Las normativas no evolucionan si no es pasando por revisiones a su vez sometidas a normativas superiores, protocolos y procedimientos que tampoco cambiarán sin pasar por el debido y burocrático proceso estipulado… en otra normativa. Es un laberinto sin salida sonde viven un montón de personas que van de aquí para allá, volviendo una esquina para encontrarse con otra, o que se detienen y se quedan en un rincón desesperanzados después de aprender que no hay salida.
Buenísimo el post.
Siempre hay gente que intenta imponer su voluntad a los demás. Antes lo hacían por la vía directa (dictadores), ahora de forma más sutil reglamentando cada aspecto de tu vida.
Además esta superabundancia de normas es siempre aprovechada para diluir responsabilidades y escurrir el bulto.
Eso cuando no se llega al absurdo de crear leyes injustas para corregir otras injusticias, como las leyes de “igualdad” que crean expresas desigualdades. Así se consigue el efecto contrario al perseguido.
Encima y como muy bien dices cuando alguien quiere de verdad hacer que las cosas funcionen lo tiene que hacer a costa de un interminable y agotador regateo con toda la normativa, y con las mentes a menudo estrechas encargadas de asegurar su cumplimiento.
Te felicito. Pareciera que me has leído el pensamiento.
Efectivamente, las normativas están basadas en la desconfianza, en la presunción de que si se deja a la peña sin riendas lo hará mal por defecto (nunca mejor dicho). Es un control negativo pero que sufren especialmente los que trabajan para hacerlo bien y disfrutan aprendiendo a mejorar lo que hacen.
La cuestión es que proporción de currelas desempeñaría mal (o peor) su trabajo si no existiesen esas normativas, y cómo podríamos educarnos, primero para tener principios y, luego, para aprender a seguirlos con criterio racional y aplicar métodos flexibles e inteligentes de adaptación que nos liberarían del dichoso control negativo.
Los procedimientos rígidos y al detalle están pensados para individuos no tan competentes y no muy motivados (¿la mayoría?). Cuando los individuos mejoren en habilidad e interés la necesidad de procedimientos será mucho menor. ¿Por dónde empezamos primero?
Ya se echaba de menos uno de tus articulos de management consultorial. Es que el verano es muy jodío…
Desde luego que es uno de los males más extendidos. A ver si el sentido común recobra su lugar en todo este jaleo.
Lo que pasa es que tenemos un exceso de control y una gran falta de sentido común… Por eso seguimos creando y aumentando las normas, porque no creemos ya en el sentido común, porque no creemos en el gris que se puede leer entre el blanco y negro de las páginas del mejor manual de procedimientos… Por eso estamos condenados a ser regulados y normatizados hasta la saciedad o hasta que nos autodestruyamos y ya no necesitemos más control…
Sin embargo, no hay “dictador” sin gente que pida su protección. Ya no es que alguien desconfíe, es que la autoconfianza también parece en vías de extinción. La normativa es tanto una prisión como un refugio intelectual y es utilizada por quien tiene el poder tanto como por quien está sometida a ella. Se ha menoscabado la iniciativa intectual hasta un punto en que mucha gente prefiere una norma a un reto.
Me da a mí que la cosa va para largo y que empeorará antes de mejorar.
Cuando se eliminan los reglamentos, el control, la planificación, las culturas organizativas fuertes, las jerarquías, los líderes carismáticos y el puñetero sistema de calidad, ¿qué nos queda?
¡La inteligencia, la inteligencia, toujours recommencée!
Todo eso, amigo Alorza, también salió de alguna inteligencia, que las hay perversas, perversas.