Libro de Réquiems, ése es uno de los libros que voy a leerme (así, en reflexivo) este verano. Llevo un año preguntándole a Surman, el amigo que me lo recomendó, su título y autor; y llevo un año olvidándolo. Así que de hoy no pasa y lo dejo aquí, bien apuntadito y convencido de que a más de uno de vosotros le va a servir la recomendación. Vean si no:
Mauricio Wiesenthal se resistió durante mucho tiempo a darlo a imprimir. Cuando por fin lo hizo, fue una edición limitadísima, de cincuenta ejemplares numerados que distribuyó entre sus amigos. El entusiasmo con el que fue acogido le emocionó.
El propio autor explica en el prólogo de la edición de Edhasa cómo acabó de convencerse a ampliarlo y publicarlo:
“Y así recibí la llamada inesperada de Daniel Fernández, que había seguido, con la discreción de un cazador de libros –es el director de la editorial Edhasa–, el vuelo clandestino de estas páginas. Cuando me dijo que quería editar el libro, dudé un instante, porque tenía miedo de traicionar mis sueños de clandestinidad. Pero me acordé de mi viejo amigo Marshall A. Best, editor de Viking Press, con el que compartimos tantos recuerdos de la vieja Europa, especialmente de la casa de Stefan Zweig en Salzburgo. Y recordé a Anna Freud, en su jardín de Londres, cuando hablábamos de su padre y de su amiga Lou Andreas Salomé. Y me vino a la memoria el pan duro que me regaló Eugen Relgis, exiliado romántico, y que había sido amasado en la casa de Tolstoi. Y me volvieron a rodear las sombras de este libro: las góndolas delante de mi casa en Venecia; las conversaciones de Lady Melbourne recitando bajo la lluvia a D.H. Lawrence; la mirada cegata del loco profesor alemán que quemaba hojarasca en homenaje a Zaratustra; la bañera de aquel palacio romano donde podía bañarme contemplando la Piazza Navona; la imagen de Claire Bloom interpretando a Ofelia, como yo la veía en mi teatrillo de cartón donde representábamos a Shakespeare y le dábamos a beber a Julieta un perfume de violeta, en vez de veneno; mis paseos por San Petersburgo tras las huellas de Esénin y de Isadora Duncan, de Anna Ajmátova y de Dostoievski; los bastones de Liszt que quería regalarme una vieja abuela en Weimar; las historias que me contaba Carmelina en Capri cuando me llevaba a ver la villa Lysis, donde murió el conde Fersen, vestido y maquillado de rosa. «Amori et dolori sacrum.» Decidí que todos estos recuerdos no eran ya míos y, por eso, accedí a la propuesta de Daniel Fernández de editar este libro en Edhasa.”
En dos semanas, a la sombra de un arbol frondoso, con un bar al alcance…
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