Cualquiera que trabaje en o para la administración de cualquier nivel, habrá notado las reticencias que genera hablar del ciudadano como cliente. En muchas ocasiones se evita esa palabra sustituyéndola por “usuarios”, “ciudadanos” o, en casos ya siniestramente demodé, “administrados”.
El caso es que cualquier técnica de gestión que contemple al cliente como un elemento fundamental en la ecuación (esto es, casi todas) suele tener difícil encaje en la administración. No porque la administración se resista (o no sólo por eso), sino porque, en la administración, localizar al cliente no es en absoluto fácil.
Si nos atenemos a lo clásico, un cliente es alguien que paga o consume un producto o servicio. A veces quien paga consume, otras quien paga no es el que consume (como cuando los padres pagan un juguete para los niños) ¿Fácil, no? Se supone que si pagas o consumes es porque, en principio, deseabas o necesitabas ese servicio.
Pero en la administración no se paga en la mayoría de las ocasiones, muchas veces quien entra en contacto con ella no desea el “servicio” que le endosan (caso de los impuestos). Los trabajadores de la administración no lo tienen fácil para conocer a su cliente. La población, los ciudadanos, son entes abstractos que no se concretan en personas con deseos, a quienes satisfacer de manera específica y efectiva. El cliente de la administración, muchas veces, es una abstracción.
Para acabar de redondear la cosa, la administración genera y gestiona una cantidad enorme y variadísima de servicios ¿Cuantas empresas tienen una gama de productos o servicios equivalente a los de un ayuntamiento? Y muchos se destinan a los mismos colectivos. Alguno de ellos implica, incluso, acciones coercitivas y amenazantes contra algunos de sus clientes. Por el bien de la ciudadanía abstracta se sanciona a parte de esa ciudadanía concreta; pero beneficiados abstractamente y sancionados concretamente son, todos, clientes. Qué lío.
No acaba aquí la cosa. Muchas administraciones reciben financiación por realizar algunos servicios. Dan servicios “por encargo” de administraciones superiores. Esto es, les paga una entidad que les fiscaliza y les demanda resultados ¿No es eso un cliente? No, no lo es, pero lo puede parecer. El caso es que el destinatario de esos servicios subvencionados, el ciudadano, no es el que paga ¿No? Sí, sí es el que paga, pero a través de sus impuestos, que abona a otra entidad y cuando lo hace sólo puede elegir si un porcentaje mínimo se dedica a la iglesia o a caridad o no. Punto. Del destino del resto de la pasta nos encargamos nosotros.
Así que consumimos de la administración aquello que consideramos que es nuestro derecho, y bien hacemos. Pero también consideramos que nuestros derechos deben estar cubiertos por servicios de la administración. Y aquí, cada cual escribe su propia carta de derechos y la interpreta a su conveniencia. Como cada vez que ejercemos un derecho-consumo no nos pasan una factura específica y dolorosa en proporción, la demanda no tiene medida porque no tiene el contrapeso del coste.
En fin, un guirigai.
Con todo eso, no defiendo animaladas como cobrar por la sanidad o así. Hay que andarse con cuidado. constatar problemas no presupone soluciones fáciles y hacerlo respecto a la administración no es abogar por el mercado salvaje. Tampoco se trata de justificar la gestión obsoleta o paranoica de algunas entidades públicas. Sólo quería hacer evidente que las soluciones empresariales no casan siempre bien con la administración. Necesitan adaptación y flexibilidad. La gestión en las organizaciones públicas no es simplemente mala (que lo es muchas veces, como en las privadas), es que es muchísimo más compleja que en las privadas.
Al menos, en lo que respecta a encontrar al cliente.
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